Por Patricia Segovia T.
Nota: Para complementar este escrito, me permito sugerirles escuchar la canción “El Adios” de Alfredo Carrasco. (Culiacán, Sinaloa 4 de mayo de 1875-31-12-1945) escrita y dedicada a su esposa en 1901.
Este relato está basado en una historia real. Gracias a Rochy Salgado por compartirlo conmigo
En una reunión de amigas, ya maduras, parecía que había una competencia por cantar la canción más antigua, que el grupo conociera. La más joven de ellas, Alma, comenzó a interpretar “Los ojos que tu tienes, son luz de mis amores…”. Su mirada en ese momento acuosa, se perdió en los recuerdos, quedó pensativa y nos dijo; “Esa es una melodía que adoraba mi abuela, aunque le producía un inmenso dolor”
Las ahí reunidas le pidieron a Alma que se explicara. Dejaron de lado la música y pusieron toda la atención a lo que su amiga comenzó a relatar
Alma Martínez Flores, era una joven muy bonita, de “buena cuna”, comprometida con Urbano García López, también de las familias que hacían la sociedad en Veracruz, durante esas dos últimas décadas del siglo XIX.
Alma y Urbano, formaron un joven matrimonio con las costumbres de ese momento. El hombre mandando, la mujer; acatando, sin derechos, sin voz, sin voto, sin aspiraciones, sin metas ni sueños, solo obligaciones y actividades “propias de su sexo”, cumpliendo con su destino: Nacer, crecer, reproducirse y morir, todo esto viviendo primero bajo la autoridad del padre y/o de los hermanos, después del esposo.
¿Urbano y Alma se amaban? No se podía saber. Sus familias decidieron por ellos. Era lo que se esperaba y como tal, si había amor, no era relevante. Existía respeto, posición estable, buena imagen pública. ¿Qué más se podía pedir? Igual y con el tiempo, nacería un cariño.
Urbano, no era mala persona, pero las normas sociales, le obligaban a que se “comportara como debía”
El matrimonio tuvo 4 hijos, dos mujeres, dos hombres; Alma, Urbano, Beatriz y Armando. Tiempo después, llegó “Chelito”, cuya historia, merece capítulo aparte, ya que fue “regalo” de un compadre
Armando era muy cariñoso con su madre. A principios del siglo XX, se dio a conocer esa hermosa canción “El adiós”, que en cada oportunidad, le cantaba con su voz de barítono, y hacía que sonora hermosa al oído de Alma
Urbano era muy estricto, le molestaba superlativamente lo bohemio, bromista, “ligero” que era Armando, personalidad y alegría que tanto disfrutaba Alma. Los regaños del padre al hijo, eran prácticamente todos los días, a cada momento, tan frecuentes como el llanto de la madre. Alma y Armando, pagaban caro los momentos de risa y canto.
Pero todo termina por cansar. Armando llegó a estar harto de la rigidez de su padre, pues parecía que con nada, lo tenía contento.
En la capital del país, se estaba organizando una revuelta social. Había muchos intereses y una guerra entre mexicanos, era inminente.
Armando encontró una causa a la cual dirigir toda su energía “La bola”, “La revolución”. Lo informó a sus padres. Alma no sabía cómo detenerlo. Urbano con una voz más ronca que de costumbre, le hizo saber lo mucho que le agradaba ver que por fin se comportaba como un hombre de verdad.
Armando partió a la Revolución.
Pasó casi un año sin que la familia tuviera noticia alguna de Armando. Una tarde les llegó la información de que Armando había muerto durante una balacera en la que quedó atrapado.
Alma, no podía, no quería creer lo que sus oídos escuchaban. Bloqueó esa realidad a su mente y se dejó caer en un sillón a la puerta de su casa. Se negó a ir a la cama esa noche, y la siguiente, y la siguiente y la siguiente porque estaba segura que un día iba a ver regresar a su amado hijo y quería ser la primera en recibirlo.
Pasaron días, se formaron semanas, siguieron meses. Alma a poco fue recuperando su rutina, nunca mejor aplicada esta palabra. Así transcurrieron 20 años en los que jamás regresó a dormir a su cama. Sus hijas tuvieron hijos, sus nietos, fueron creciendo. Era una mujer dulce, que volvió a sonreír, a cantar, a consentir a sus nietos, pero con ese dolor que cae sobre la mirada y jamás se va. Su esperanza, su fe, fueron el motor que le permitió seguir respirando a pesar de su enorme tristeza.
Ni sus hijos, nietos, amigos, la convencieron de volver al lecho. Ese sillón, fue su compañero de desvelos y del sueño de volver a ver a su querido Armando, hasta el final de su vida.
Cuando terminó el relato, Alma lanzó un gran suspiro por su abuela, de quien tiene, además del nombre, unas queridas joyas, y el recuerdo que se hace presente, y ahora en sus amigas, cada vez que escuchan “Los ojos que tú tienes….”