Segunda Parte
Por Marco Antonio Mondragón Díaz
El “Capitán” estuvo así toda la noche.
El entierro fue al siguiente día por la tarde. No había que esperar a nadie más, sus hermanas vivían en pueblos cercanos y desde el mismo día del deceso ya lo acompañaban. Toda la gente de Las Lechugas estuvieron presentes, también llegaron sus amigos de Boca del Río y de San Marcos.
“Llegaron sus amigos de Boca del Río y de San Marcos”
Camila estaba muy mal y mejor le pidieron que se quedara para que no viera como el cuerpo de su abuela volvía a la tierra, “de la que habíamos nacido”, por que “polvo somos y al polvo volveremos”, le decía su padre para consolarla y agregar, “su alma ya está con Dios”.
Felipe dejó caer discretamente unas lágrimas mientras cargaba el ataúd rumbo al camposanto. Un tropel de recuerdos vino a su mente y sintió la tristeza atorarse en un nudo en la garganta. Quería gritar desconsolado, pero hay cosas que un hombre no se permite y llorar delante de la gente es una de ellas. Se recriminaba en silencio que nunca le había dicho a su madre lo mucho que la amaba, “pero es que las faenas del campo y de la pesca, no dejan tiempo para eso” se decía a sí mismo, como queriendo tranquilizar su conciencia. Apretaba amorosamente contra su cara y cuello el ataúd y sentía el rostro de su madre acariciar su piel.
Algo quiso decirle su madre, seguramente que igual lo amaba, o advertirle de algo, el caso es que, al entrar al panteón, el ataúd comenzó a pesar mucho. ?Qué casualidad que durante el trayecto de la casa a la puerta del panteón, pesaban más los lamentos de sus hermanas, y de su propia familia, que el ataúd de madera de pino que cargaban cuatro de sus amigos, Manuel y él… ?…pero al cruzar el umbral del camposanto, al más valiente de los presentes se le enchinó la piel…?“¡¡Ayúndeeen amigos, no me dejen todo el peso, cargueen parejoo!!”… gritó apenas Felipe al sentir que solo él cargaba a su madre?“¡No papá, no te lo dejamos solo, es mi abuela que se puso bien pesada!” dijo Manuel casi en el llanto por el miedo ?“¡¡Aguanta Felipe, estamos cargando igual. Es tu mamá que no se quiere ir!!” …le gritaron los amigos con dificultosa voz, apretando los dientes producto del esfuerzo que estaban haciendo en ese momento y la adrenalina corriendo por sus venas?“¡¡Robertooo, Migueeel, ayundénnos cabrones, que se nos puede caer mi madre!!” …suplicaba Felipe, mezcladas sus lágrimas con el sudor que bañaba su rostro desencajado por el miedo.
Para cuando llegaron al pie de la fosa, eran diez personas las que apretujadas alrededor del ataúd lo cargaban con mucho esfuerzo, como si cada uno de ellos llevara todo el peso a cuestas.?Con dificultad y la sorpresa reflejada en su rostro, lo bajaron poco a poco al suelo, colocándolo sobre las sogas que le servirían para descender el ataúd a la fosa. ?El párroco de Boca del Río dijo algunas palabras y le dio la última bendición a su madre. ?Fueron suficientes cuatro personas para bajarla, su madre en ese instante dejó de manifestarse y el peso del ataúd volvió a la normalidad.
La única explicación, decían en el pueblo, “es que doña Jovita, no se quería ir” … Felipe, por el contrario creía que su madre algo le estaba advirtiendo, ese “algo” que lo seguía manteniendo apesadumbrado y muy inquieto.
Regresaron a la casa y aunque estaban presentes sus hermanas y sus respectivas familias; la casa se sentía sola…Camila seguía mal, pero “ya se le pasará el dolor” decía Felipe…
Esa noche Felipe no pudo dormir, los recuerdos y remordimientos le golpeaban el rostro y le oprimían el pecho más aún que el dolor de haber perdido a su madre apenas ayer y a su tía Alfonsina dos meses atrás, “son los designios de Dios”, además, “ya estaban grandes” se consolaba. María su mujer, lo escuchaba en silencio, no por que quisiera dejarlo con su pena, sino por que ya se le habían agotado todas las palabras de consuelo y solo se limitaba a abrazarlo con ternura.?De vez en cuando los esporádicos gruñidos de “Capitán” lo rescataban de sus recuerdos y de los crueles golpes de su conciencia. ?“Capitán” seguía nervioso, se le erizaban los pelos del lomo y gruñía, como si viera a alguien queriendo entrar por la puerta, “no era normal el comportamiento del perro” pensaba Felipe
Camila tampoco pudo conciliar el sueño, apenas se quedaba dormida y las náuseas la obligaban a levantarse a vomitar en la bacinica. Toda la noche estuvo tosiendo. “Algo que comió le cayó mal al estómago” justificaba Felipe, “pero mañana temprano la llevo con ‘don Rupe’ para que le de alguna medicina”.
El viejo Ruperto, era el brujo yerbero del pueblo, avecindado en Las Lechugas desde hace mucho tiempo y que nadie supo cómo y cuándo llegó a vivir allá, en la salida del pueblo, junto al panteón.
Muy de mañana, antes de salir el sol, Felipe fue a ver a su Camila, “ándele mija, tómese el café que le preparó su madre y vámonos con don Rupe, para que le de algo y se me alivie, por que no la quiero ver mala” le dijo amoroso acariciando sus mejillas con el dorso de su mano, como buscando algún indicio de fiebre.
No bien había tocado la puerta de la casa del brujo, cuando éste salió con los ojos desorbitados, gritando y dirigiendo el dedo índice señalando algo que sólo él veía junto a Camila …“¡Felipe, amigo, por favor, no entres a mi casa!”, suplicó don Rupe… “¡mejor llévate a tu hija con el cura de San Marcos, para que le haga un exorcismo, por que lo que tiene tu niña es cosa del diablo! … No sea pendejo don Rupe, que cosas dice de mi niña, tan solo algo le hizo mal de la comida de ayer… ¡¡No, no, no, te suplico Felipe, por el nombre de tu madre, es mejor que lleves a Camila al cura de San Marcos!! ?Felipe se retiró encolerizado por la actitud del brujo, apenas sintiendo el dolor de su mano derecha que, a puño cerrado, le había tumbado los dientes de un solo golpe a don Rupe.
Continuará…