Por Marco Mondragón
Leyenda real de un pueblo de Guerrero
Los nombres han sido cambiados.
La historia es real; el dolor de Ramiro y Juana también.
Ramiro y Juana, recién casados, eran padres de una pequeña a la que colmaban de amor y cuidados. Marianita, hermosa y angelical, creció entre mimos y caricias, siendo el centro del hogar.
“Una bendición de Dios”, exclamaba Ramiro.
“Y de María Santísima”, añadía siempre Juana.
Todo era felicidad… hasta que, tres años después, nació Ramirito.
A su corta edad, Marianita no entendía por qué todo había cambiado. ¿Por qué su padre ya no le decía “mi reina”, “mi hermosa niña”? ¿Por qué todas las atenciones eran ahora para ese pequeño intruso al que llamaban “hermanito”? Para ella, esa palabra no significaba nada. Solo sentía que Ramirito le estaba robando el amor de sus padres.
—Papá, ya no quielas a Lamilito… mejor quiéleme a mí —le suplicaba, con su vocecita inocente.
Pero la respuesta era siempre la misma:
—¡Niña egoísta! ¡Si es tu hermanito y él está más chiquito!
Poco a poco, la tristeza se apoderó de Marianita. Perdió el apetito. Sus padres, preocupados, la llevaron al médico del pueblo.
—Doctor, nuestra Marianita no quiere comer y se ve muy triste.
—Vitaminas y mejoralitos —recetó el doctor.
Pero la niña empeoraba.
Los vecinos insistieron:
—Eso no lo curan los médicos. Llévenla con doña Lencha, la curandera. Ella sabrá qué hacer.
Esa misma tarde, Ramiro y Juana llevaron a su hija a la tétrica casa de la anciana. Apenas cruzaban la puerta cuando Ramiro, desesperado, exclamó:
—¡Doña Lencha, mi Marianita está muy mala!
La mujer la tomó en sus brazos y cerró los ojos por unos instantes.
—Lo sé, Ramiro. Te esperaba desde que nació Ramirito… —murmuró. Luego, tras un largo silencio, sentenció—: Tu hija muere por amor.
Ramiro sintió un escalofrío. No entendía. Apenas pudo balbucear:
—¿Y qué hago, doña Lencha? ¿Cómo la salvo?
La curandera suspiró y dijo:
—Llévala al río. Mientras Juana deje caer pétalos de rosas aguas arriba, tú dile a tu niña que los recoja entre la corriente. Dile que esos pétalos son suyos, que representan el amor que ustedes le tienen.
Esa misma noche, con el corazón lleno de esperanza, Ramiro y Juana llenaron una canasta con pétalos de flores y llevaron a Marianita al río.
—Vamos, mi reina —le decía Ramiro con dulzura—, toma los pétalos. Son tuyos, como nuestro amor por ti.
Juana, unos metros más arriba, dejaba caer los pétalos sobre el agua, observando cómo la corriente los llevaba hasta su hija.
Pero Marianita no quería extender las manos. Las apretaba contra su pecho, negándose una y otra vez.
—¡Vamos, Marianita, mi amor! ¡Tómalos! —suplicaban sus padres entre lágrimas, viendo cómo la canasta se vaciaba.
Finalmente, cuando quedaba solo un pétalo, el más grande de todos, la niña estiró su manita temblorosa y lo atrapó entre sus dedos.
Sonrió.
—Papá, mamá… los quelo mucho. También quelo mucho a Lamilito…
Y en ese instante, Marianita murió.
*Correcciones ortotipográficas y de estilo por Dr. Enrique Caballero Peraza